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10 de noviembre de 2017.

¡Lee el Evangelio!

¡Lee el Evangelio! es una sección de nuestro Sitio que contiene el Evangelio del Domingo que viviremos o estamos viviendo y el comentario de nuestro Párroco, que nos muestra una mirada sencilla y clara de lo que dice el texto y a que nos invita el Señor con este mensaje. Si tú crees ¡Lee el Evangelio!



DOMINGO 18° TIEMPO DE LA IGLESIA (04 de agosto 2013)
Día del Párroco


Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según San Lucas (Lc. 12, 13-21)

Uno de la multitud dijo al Señor: «Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia». Jesús le respondió: «Amigo, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre ustedes?» Después les dijo: «Cuídense de toda avaricia, porque aun en medio de la abundancia, la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas». Les dijo entonces una parábola: «Había un hombre rico, cuyas tierras habían producido mucho, y se preguntaba a sí mismo: “¿Qué voy a hacer? No tengo dónde guardar mi cosecha”. Después pensó: “Voy a hacer esto: demoleré mis graneros, construiré otros más grandes y amontonaré allí todo mi trigo y mis bienes, y diré a mi alma: Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe y date buena vida”. Pero Dios le dijo: “Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?” Esto es lo que sucede al que acumula riquezas para sí, y no es rico a los ojos de Dios».

Palabra del Señor.


Comentario:

Guárdense de toda codicia 

El Evangelio de este Domingo XVIII del tiempo ordinario nos presenta una enseñanza de Jesús acerca de las riquezas de este mundo, que fue motivada por un hecho de la vida real: la disputa entre hermanos por la repartición de la herencia. Es un hecho que se repite con tanta frecuencia que merece ser incluido en el Evangelio, para que los cristianos sepamos cómo comportarnos cuando nos encontremos en esa situación. «Uno de la gente le dijo: “Maestro, di a mi hermano que reparta la herencia conmigo”». No hace falta más para que el lector comprenda que se trata de dos hermanos que valoran más los bienes de este mundo que el amor fraterno. Ha prevalecido en ellos la codicia, el amor a los bienes materiales más que el amor al hermano. 

Jesús responde con una exhortación clara que debemos tener en cuenta: «Miren y guardense de toda codicia». Es un verdadero mandamiento de Jesús. Notemos que él lo acentúa hablando de «toda codicia». Además, él explica por qué: «Porque, aunque alguien abunde, su vida no depende de sus bienes». Los bienes materiales permiten muchas cosas, pero no permiten prolongar la vida más allá del límite fijado por Dios. Ante ese límite las riquezas no tienen influencia alguna. 

Para hacer más visible esta enseñanza, Jesús agrega la parábola del hombre rico cuyos campos produjeron mucho fruto y le concedieron tener muchos bienes. Estaba asegurado ante cualquier evento. Y entonces programó su vida, diciendose a sí mismo: «Alma, tienes muchos bienes en reserva para muchos años. Descansa, come, bebe, banquetea». Todo parece lógico en esa reflexión, excepto un punto que revela su necedad: proyecta su vida para «muchos años». Tiene razón en que los muchos bienes que tenía en reserva habrían podido asegurarle pasarlo bien por muchos años –ese es un cálculo matemático–; pero es un necio al pensar que pueden asegurarle «vivir» por muchos años. De hecho, «Dios le dijo: "¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma”». Él se proyectaba para muchos años; el límite que Dios le había fijado era un día. 

Perdura un problema, que Dios hace ver: «Las cosas que preparaste, ¿para quién serán?». Con mucha precisión, Dios habla de «preparar». Las había preparado para sí mismo; pero eso no podrá ser. Serán, entonces, para sus herederos. Y ellos, movidos, a su vez, por la codicia, volverán a luchar por ellas y a enemistarse, quitarse el saludo y separarse, a veces, para siempre. ¡El ciclo vuelve a repetirse! No tiene remedio. Excepto, el remedio que ofrece Jesús. 

«Así es el que atesora riquezas para sí, y no se enriquece en orden a Dios». Jesús indica el origen de esas disputas –atesorar riquezas para sí– y también el remedio –enriquecerse en orden a Dios. Se trata de aspirar a los bienes de Dios que no generan disputas, porque son ilimitados; se trata de ser herederos de Dios. Debemos, entonces, aspirar a ser hijos de Dios, pues el derecho a heredar lo tienen los hijos. Y el único medio para llegar a ser hijos de Dios es tener en nosotros el amor de Dios: «Amemonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y el que ama ha nacido de Dios» (1Jn 4,7). «Nacer de Dios» significa ser hijo de Dios. Es claro. Y San Pablo agrega: «Si eres hijo, eres heredero, heredero de Dios y coheredero de Cristo» (cf. Rom 8,17). 

Las riquezas de este mundo son una cosa, son algo material y, por tanto, son infinitamente inferiores al ser humano, que tiene una dimensión espiritual y eterna. Por eso, las riquezas no deben transformarse en el fin del ser humano. Esto sería la necedad máxima. El Fin último del ser humano es Dios. Las riquezas, como todo lo demás, deben ser un medio para ese Fin último. Las riquezas, que son un bien de este mundo, existen y han sido creadas por Dios; pero existen para que por medio de ellas practiquemos el amor al prójimo, es decir, para usarlas en bien de los demás, en definitiva, para compartirlas. El necio es el que «atesora riquezas para sí». El hijo de Dios, si las tiene, las usa en bien de los demás. 


† Felipe Bacarreza Rodríguez 
Obispo de Santa María de Los Ángeles